PARIS. - Roger Federer luce feliz. Aquel adolescente
irascible que hacía añicos las raquetas y maldecía todo el tiempo nada
tiene que ver con el actual; nada. Hoy el suizo tiene una risa fácil,
contagiosa, que no se preocupa por disimular. Se siente pleno, cuando la
mayoría de los tenistas de su edad padecen el paso del tiempo. Muchos
podrían pensar que siendo helvético, la frialdad en el trato diario es
una de sus características. Pero ocurre lo contrario. Roger camina por
el coqueto Salón de los Jugadores de Roland Garros muy distendido, con
el raquetero colgado de un hombro, saludando al paso. E incluso larga
una carcajada cómplice cuando un hombre fornido que debe oscilar los 60
años lo aborda con cariño, dándole un beso en cada mejilla. "Me había
olvidado de que en Francia y en otros países acostumbran estas cosas",
dice, divertido. Es que Federer todavía tiene muchos objetivos
deportivos por cumplir, pero los enfrenta con la calma y la sapiencia
que le regala la maestría que realizó durante tantos años en el
circuito. Y en su estado de ánimo mucho tiene que ver su condición
familiar, con un padre (Robert) y una madre (Lynette) muy compañeros,
que hacen clase del perfil bajo, más una esposa (Mirka), alejada del
glamour, y dos niñas (Charlene y Myla), de casi tres años, que le
iluminan las mañanas.
Roger sigue brillando por el circuito junto con un grupo
de trabajo súper profesional, encabezado por Paul Annacone, ex coach de
Sampras. Sin embargo, uno de los secretos está en la sencillez de su
círculo íntimo. Que lo contiene y lo mantiene en la tierra cuando muchos
tenistas con menos lauros potencian la vanidad. En un paseo por la
avenida Champs-Elysées fue gratificante comprobar, en carne propia, que
si hay algo que no tiene la familia de Roger es pedantería. El
encuentro, casual, fue en un local de tres pisos de la firma deportiva
que viste al suizo. Robert Federer, con semblante campechano, bigote,
camisa de mangas cortas y bermuda, miraba los precios de los modelos que
su hijo está luciendo en París, cual si fuera un turista desprevenido.
Del mostrador tomó varias gorras con la sigla RF, se probó unas
zapatillas talle 42 y al advertir la presencia de alguien que lo
observaba con la credencial de Roland Garros colgada del cuello, saludó.
"¿De dónde eres? Oh, argentino. Mi hijo irá allí en diciembre. ¿Jugará
con Del Potro, no? Ése un buen chico. Que disfrutes de París", dijo y
sacó la billetera para pagar lo que cargaba. A metros, Lynette y Mirka
intentaban que las niñas, inquietas, no desacomodaran todo el local; con
naturalidad, como si fueran desconocidos en la calle Florida. Papá
Roger, a esa hora, estaba practicando, dichoso, despreocupado,
terrenal.
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